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Yolanda Bedregal
OBRA - NARRATIVA - NAUFRAGIO

 

 

NAUFRAGIO (1937)

DERRUMBE

Para salir de mí, quiero decir mi grito. Este grito que soy yo misma. Yo. Yo soy esta herida. Me has adivinado en la un poco amarga ironía de mi voz. Pero ahora sin literatura y sin sonrisa, –vendas para que los otros no vean las heridas– seré yo. Yo, el grito de ese dolor. No es dolor, es angustia. Estoy y estamos heridos. Toda yo soy una herida. A veces gusta un poco de dolor, pero cuando se está lastimada en todas partes, espanta. No es quejido de mojigata quejándose de la vida. No. La vida es bella, espléndida. Por eso mismo, me duele más.

De pronto me doy cuenta de todo lo que ha ocurrido. Estoy enferma de odio, de rencor y de amor. Saturada de angustia.

Fue así; –Empezaré dejando el pedazo risueño de mis días colegiales en el umbral incierto. Por algo el dolor incomprensible de arrancarme del colegio. Por algo los sollozos sobre mis libros cuando partía la fila de alumnas para la vacación última. Presentimiento de lo que no volvería más.

Fue mi primer naufragio.

Hasta aquí todo era lindo.

Desde aquí todo fue bueno.

Sueños, anhelos, paisajes.

PERO SE ENCENDIÓ LA GUERRA. –Se derrumbó la esperanza–. La duda ahora lo envolvía todo. –Ya no empezaban los días. Ni acababan–. Se mezclaban en un continuo no saber. –Y luego, lloviendo las realidades.

Impotencia. –Rencor–. Malestar. –Más, duda.

Y la palabra definitiva del fracaso.

Naufraga la esperanza.

Ya no tenemos nada.

Es crimen quitar la dicha, pero es todavía peor quitar la esperanza de la dicha.

La guerra sigue un año. La tensión nos mantiene sin envejecer y con los ojos paralizados como la propia vida.

Llegan heridos, enfermos, mutilados.

El dolor arranca la inmovilidad de los ojos y paraliza los sollozos. Las lágrimas hacen océanos interiores donde la angustia, la ansiedad crecen, como tenebrosas islas acumuladas de tempestad.

Otro año más.

En el frente los hombres se matan. Y en retaguardia los hombres se venden. ¿Son últimos naufragios? No. Hay todavía más.

Hospitales. Hospitales. Desierto en el desierto poblado de catres de hierro. Un abismo de soledad de cama a cama… Y podrían juntarse si cada enfermo estirase las manos al vecino. Más que de enfermedad, espectros de soledad los soldados de campaña.

Hay tanta injusticia en cada paso, en cada gesto de médicos, enfermeras, ecónomos, militares, políticos, que las palabras se han vuelto rencor reconcentrado.

Y hay odio. A todo. A los hombres que hicieron la guerra. A los militares que se comen el rancho de los soldados y se emborrachan con el alcohol de la enfermería y fusilan a los indios porque no sirven rápidamente la cerveza, mientras a cinco pasos un indio grita porque tiene sed, y grita inútilmente.

Odio a los que en retaguardia ganan sueldos y aseguran su vida a costa de hambre y muerte. Odio a los que en retaguardia quedaron para salvar a los que iban y, de pronto, se venden al político que les ofrece una cartera o una propina. Odio a los que se quedaron a guardar el pensamiento de los que fueron a la guerra, y que hacen de ese pensamiento un asqueroso cartel, tras del que son míseros papeles en manos de una ambición mezquina de política hipócrita.

Odio profundo que es, sin embargo, amor a los indios, a los que mueren, a los caídos.

Amor a la tierra que agarra, no con límites de alambre atrincherado, sino amor a la Tierra, pura, como madre.

Tres años de guerra.

Y hemos envejecido toda la vida. Después de salir del colegio, todo cae encima de repente. Los dieciocho años se vuelven cien y pesan.

Pesa el dolor de todos, el remordimiento de todas nuestras heridas, nuestras cobardías.

¿Es un naufragio definitivo?

Caminos rotos, anudadas manchas de sangre en todo. Y de suciedad. Y en los árboles ya no las ramas extendidas llamando como banderas. No, manos secas de esqueleto, llamando a una venganza terrible.

Deteniendo otros anhelos.

Sed. Sed de venganza; pero de nosotros mismos.

Porque los que pelean somos también nosotros.

Y ellos, los paraguayos, hermanos, niños también, hermanos a los que beso sus heridas.

Sed. Odio. Rencor. Angustia. –Ni siquiera se puede gritar: ¡Dios mío! porque ya ni en Dios se cree.
Y haber sentido la miseria en todas sus migajas.

Aquel enfermo que quiere ver a su familia y se muere solo, sin que ni siquiera sepan a qué hora. Otro que no quiere morir hasta entregar a su mujer los panes que él ha ahorrado en su dieta obligada.

Y ese de ojos verdes que estrangula las palabras y se ahoga en ellas con una ansiedad que se lleva a la otra vida de su Sueño.

Y el mozo imberbe, de tan hinchados los ojos, se muere a pleno día sin mirar la luz.

Y otro frágil como una caña, que se descolora hasta quedar entre las sábanas como una flor entre dos papeles sucios.

Y el que nunca recibe una carta y llora cuando se le acaricia la frente angulosa.

¡Ay Dios! –Vuelve a nacer Dios, de tanto dolor.

¡Dios mío! ¡Dios Nuestro! ¡Padre Nuestro!

Dios, acaso, ¿no vería nunca un hospital de guerra?

¿Y tan triste como todas esas otras muertes, la ternura de ese indio que sorprendí un día acariciando una flor, a hurtadillas bajo la sábana?

Todo esto. Y ese día de Carnaval que, con mi hermana, llevábamos fruta a un enfermo. Encontramos su colchón volcado. Un sirviente nos mostró con un gesto dónde estaba ahora. Muerto. En una antigua sala de clases, llena de pizarrones, cuatro velas clavadas en botellas vacías y tres mujeres de luto ovilladas sobre la tarima donde antes, cuando eran las cosas buenas, se paraba el profesor. Y, al fondo del día lluvioso, la ventana enmarcando un árbol de retamas, cubierto de brillantes de lluvia, como lágrimas, como miradas eternas de las cosas que no debían acabarse todavía.

¡Oh! Todo esto. Y más. Lo sin nombre. Lo profundo, lo que no sabemos, lo que sentimos en las grutas subconscientes y en los ojos mudos de las pobres indias, en los campos secos de la puna, en los caminos desiertos de los valles, en las frutas podridas y en las chacras quemadas, todo eso duele, pesa y hiere.

Estamos envejecidos a los veinte años.

Este es el último naufragio.
(Martes, 30 de julio de 1935)