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Yolanda Bedregal
OBRA - ENSAYOS - ENSAYO I

CONFIDENCIA FRATERNAL

Recibo esta medalla con profunda gratitud, con orgullo, alegría y humildad; viene como sol del atardecer a encender memorias y sentimientos enlazados por similitud, que atraen otros escondidos en la conciencia, para alumbrar un nuevo paso de mi vida.

Este premio es motivo de orgullo porque lo otorga la institución creada con nobles propósitos por personas de gran señorío y calidad humana. Y me coloca en compañía de personajes admirados que se marcharon ya, o que están todavía en camino. Orgullo justificado porque esta distinción cobija al nombre de don Manuel Vicente Ballivián, gran señor, pionero, visionario y patriarca de la cultura boliviana.

Solemos identificar cultura con las obras de arte –libros, monumentos, partituras musicales– olvidando que ellas son floraciones para goce de los sentidos estéticos, pero que hay otras intangibles, múltiples, que están inmersas en todo el contexto vital. Cultura es pues la totalidad del quehacer humano: el creer y crear, el pensar y sentir, el actuar y expresarse, enriquecida (¿o quizá empobrecida?) con los adelantos de la civilización técnica y, ojalá, equilibrada por el sentido ético y religioso.

Así lo comprendió Manuel Vicente Ballivián, quien quiso, además, dar identidad propia a nuestra cultura criolla dedicándose a estudiar minuciosamente la Geografía, Historia, Estadística, problemas de su país y posibilidades de acelerar su progreso. Ballivián, esperanzado, postulaba: “Bolivia es la materia prima más preciosa para formar una gran Nación”.

Estoy contenta porque el jurado me lo otorgó con generoso afecto y no hay para mí mejor premio que el cariño. Vengo con humildad, ¿acaso una mata de toronjil a la sombra de altos árboles no cumple una misión en el paisaje de la huerta? ¡Gracias, amigos!

Conmovida, confronto esta ceremonia con aquella –estelar en mi limitado cielo– cuando hace años los muchachos de Gesta Bárbara, como los once cisnes de Andersen, ponían junto a mi nombre bautismal la palabra Bolivia, que rebasa toda voz. Fue brote de entusiasmo juvenil. Depositaron fe en la hermana mayor que también en ellos tenía bien fundada fe. Aquel homenaje de Gesta Bárbara comprometió para siempre mi voluntad de no defraudarlos.

Vinieron después halagos públicos y particulares, no los olvido; cada uno estimuló mi compromiso y me recordó que hay que vencer la natural tendencia al cómodo egoísmo.

La medalla que hoy recibo, refrenda con sello de oro el pacto de honor con mi pueblo.

Quisiera poder agradecer dignamente a todos los que me ayudan cada día con su aliento y amistad. No con discurso académico ni literario, pues cuando habla el alma callan las palabras o se dicen en voz baja.

Lo haré en sencilla confidencia fraternal con ustedes: Mónica de Gutiérrez, Jorge Siles, miembros de la Fundación, a las autoridades civiles y eclesiásticas, diplomáticos, a las primeras damas de la Nación, a los amigos y colegas que nos acompañan. Será en breve evocación de mi vida –no diferente a la de cualquier mujer que hace las tareas rutinarias domésticas (esas que hechas nadie ve pero, cuando faltan, todos reclaman). Igual también a la de cualquier ciudadano que trata de cumplir sus deberes, lo cual es obligación y no mérito alguno. Eso sí, cuanto hacer tuviere yo, lo hice con devoción.

Confieso las convicciones que apoyaron mi existencia. Creo en Dios que no alcanzo a comprender, pero que amo. Tengo fe en el hombre formado de espíritu y polvo. Creo que hay equilibrio entre los platillos que pesan el Bien y el Mal en éste y el otro mundo. Considero justa y necesaria la acción de gracias al Hacedor de vida y muerte; de la Naturaleza pródiga, en belleza y sustento material. Gracias por lo que se nos da, por los anhelos cumplidos o no alcanzados, por lo que se nos niega o quita.

Tengo la ingenuidad de pensar bien y equivocarme y no la seguridad de acertar pensando mal. Me arrepiento más de las omisiones en que incurrí que de las acciones que cometí.

Bendigo a todos y todo lo que me ayudó a vivir.

Confesión obliga a examen de propia conciencia y paciencia tolerante a quien escucha.

¿Cuál mi vida fue?

Regreso a los primeros recuerdos de mi infancia, presente todavía en mi viejo corazón.

(¿Habrá alguna premonición en el destino para llegar a este momento?)

Viví dos etapas de mi niñez relacionadas al nombre que mis padres pronunciaban con respeto y que para los chicos era sólo el de algún personaje tácito en los cuentos: Manuel Vicente Ballivián, el dueño de casa, como quien dice el Buen Sabio del Castillo.

Sí, esa casa era castillo de aventuras. Salones y alcobas, pasillos y corredores, escaleras y claraboyas, rejas y portones, ventanales y ventanucos, alacenas y escondites…

Situada aquí cerca, donde se levanta impertinente y feo el edificio Alameda, contiguo al jirón que ocupan el Anticuario, la Galería Emusa y la librería, cuadro que, con algunos afeites, está como lo vi de niña. Era entonces, sobre El Prado con eucaliptos y palomas, una mansión de dos cuerpos seguidos, a doble planta, unidos lateralmente por un callejón con enredaderas y separados entre sí por un patio con arcada rodeado de cuartos de servicio, depósitos para leña y taquia. La construcción remataba al fondo en un canchón con fuente adosada y frondosos sauces llorones. Este patio era campo de travesuras para el montón de chicos de todo tamaño y clase que vivían o visitaban la casa de don Vicente y doña Angelita: sus nietos Ballivián, Diez de Medina, Farfán, Berdecio, los inquilinos Alborta, Iturri, Bedregal, los hijos de las criadas negras, yokallas y hualaychos del barrio en aisladas discordias o en armoniosa pandilla. Pesca-pesca, arroz-con-leche, gallinita ciega, salto-brinco, ¿qué no? Nos mojábamos a chisguetazos poniendo la palma contra la pila; jugábamos de lo lindo. A mí, con autoridad de hombrecitos en mayoría, me daban los papeles más tranquilos y pasivos: durmiente del bosque, prisionera en la torre, maga invisible…

Entre tanto los grandes en sus respectivos cuartos, sus andanzas y menesteres.
Mi padre, sabia bondad, en el escritorio entre sus libros y nuestros lápices de color; mi madre menuda y ágil, repartidas sus manos entre pan y ternuras, el bastidor, el piano, las jaulas de canarios, su telar en el cuarto de costura.

La abuela, esbelta, pálida, frente al infaltable café yungueño y su cigarrillo Capricho, tejiendo para nuestras muñecas o encarrujando flores de trapo para el templo. La bisabuela, matrona austera de dulce, pero varonil carácter, en su silla de ruedas, al lado la cuna de la guagua recién nacida en el clan; el tío intelectual copiando legajos genealógicos sobre el tablero –tan alto– del pupitre que no alcanzábamos. Llegaban tíos jocundos, tarambanas que nos regalaban medios y reales para chinchibí; otros pálidos y fúnebres que nos atemorizaban con el bastón; tías parlanchinas, preguntonas; beatas de mantón de la Tercera Orden; primos pendencieros que nos hurtaban bolitas de tijchar, caballos de cañahueca; asomaban parientes y visitantes insólitos. Mundo rico y misterioso como el sueño en que se mezclan realidad y fantasía.

Y, ¡curioso!, esa casa que ya no existe sigue siendo telón de fondo y decorado en la mayoría de lo que sueño (¿hasta qué punto será la infancia el cimiento de la vida?). De aquellos seres y cosas que acompañaron mi niñez aprendí, sin yo notarlo, lo que quizá vale más en mi existencia. De mi padre, tan triste en el fondo, la alegría de darse y dar con justicia y comprensión; de mi madre, la fuerza de la debilidad activa; de mi abuela, la rebeldía paciente en la desgracia; de mi bisabuela paralítica, el poder de la impotencia; de mis nobles ayas aymaras la fidelidad y el amor a mi raza; de los chicos, en su encrucijada vacilante, aprendí que estamos en un juego sagrado, serio y peligroso, con Dios, con el diablo y con el prójimo.

No debía decir aprendí. Sólo se sabe de veras lo que sabe de memoria el corazón y olvidado lo sabido, se manifiesta en la conducta del diario obrar de cada cual.

Les conté de esos lejanos días en que también empezó la escuela. Fui mimada en las aulas por ingenua, callada, tímida, sonrosada; no por dote intelectual, ¡Cuánto me costó aprender a leer y a escribir letras y números! Mis 8 eran globitos unidos por un hilo, mi 2 no podía doblar la cabeza; en lugar de las “nubes suben y bajan en danza continua”, yo cantaba “suben y bajan en blanca cortina”; y así mi retraso mental; sólo servía para, ruborizada, repetir versitos aprendidos. Los que yo desde entonces me inventaba, no los sabía escribir.
Más grande –milagro, buena memoria mía o buena voluntad de los profesores– sacaba excelentes notas; hasta fui campeona de atletismo, claro que el concurso incluía otras materias. ¿Será por eso que siempre me sorprenden los premios?

Después, entre álgebra y filosofía, química y literatura, asomó el amor. Ese primero que no se atreve al beso. Desde entonces no hubo etapa en mi vida en que no estuviera enamorada de alguien o de algo.

Piano, violín, bellas artes, ballet, aymara, folklore (creo que fui de las primeras en usar traje de bayeta, chuspas, tullmas en las trenzas).

Anhelé sucesivamente ser equilibrista, malabarista de circo, monja, bailarina, profesora titulada en la Normal, escultora… No fui ninguna, pero el deseo no murió. Sino bajo la carpa del circo, me equilibré sin trampas bajo el cielo abierto de La Paz y de otros cielos transitorios. Sin hábito ni toca monjil (pena que ya no se usen), rezo siempre el Padrenuestro y el Ave María. En cuanto a profesora, enseñé sin pausa desde que yo misma era alumna hasta hoy, en escuelas, colegios, academias, Conservatorio, Universidad, clases particulares en casa o fuera.

Sigo modelando arcilla de vez en cuando y escribiendo cada día, por lo menos cartas; sigo haciendo lo que vi hacer a mi madre en el hogar.

Así anduve buscándome, encontrando y perdiéndome entre mis rebeldías y sumisiones, entre mis aficiones, dudas, mi cristianismo mestizo y las filosofías orientales.

En medio de tantas estaciones de color, hallé el amor. Y lo perdí. Gocé y sufrí.

Y así fue creciendo mi capacidad de amar hasta la definitiva entrega. El destino –valiéndose de la amistad, la música, los poemas– acercó a mi vida a un exiliado judío-alemán que completó mi espíritu, mi sangre y la obra que desde entonces realizamos juntos. ¡Gert! Él está conmigo y con ustedes. El premio que hoy me dan, él lo merece…

Henchida en alma y cuerpo, pasó por nosotros el Ángel de la Anunciación. En la mariposa de mis huesos el vivo tulipán de una cabeza sacó de nuevo el molde al Universo que se va prolongando y puso resplandor en la cruz de mis brazos.

Pasó también la Muerte y se llevó seres amados. Hubo júbilo y dolores, ausencias, presencias permanentes en mi vida testimoniada en las hojas de mis libros.

Vino por fin un día el Querubín –juguete de mi ángel de la guarda– trayendo un cantarito entre los pliegues de su túnica azul. Virtió una gota de poesía y rescató el sentido prístino de las cosas simples.

Hizo reverdecer los árboles, mandó volar pájaros vivientes de los huevos pintados de Pascua y con agua de acequia lavó penas, angustias y deseos.

Estoy serena. Seguí un dictado de lo Alto. Lo escribí con mala letra y sin ortografía, en papel sábana con tosco carboncillo. Pero lo hice con la humildad del mendigo entre la riqueza de los grandes.

Me ayudó la Providencia, el ejemplo de mis mayores y de mis maestros, me ayudó el paisaje, los amigos y toda criatura del Señor. No hubo mérito mío, sino perenne gratitud.

Que esta medalla sea absolución a mis errores y aliento a mi buena voluntad y solidaridad con todos los que trabajan para hacer habitable y feliz esta Tierra y para que haya paz y pan en el mundo.

Otra vez gracias a ustedes, queridos amigos, por su paciencia, su simpatía y por el premio Manuel Vicente Ballivián.

Publicado en el Tomo I de Ensayo, Obra Completa de Yolanda Bedregal. Plural Editores. La Paz, mayo de 2009. P. 77 – 81.

Mec. Escritos varios C8-23. Discurso leído en ocasión de recibir el Premio de Cultura de la Fundación Manuel Vicente Ballivián. Fechado el 17 de diciembre de 1985. Los conceptos fundamentales de este documento fueron también expuestos por Yolanda Bedregal en dos posteriores ocasiones: En carta dirigida al Consejo Nacional de Derechos de la Mujer de México en agradecimiento por haberle nombrado “Dama de América” (21 de octubre, 1993), Mec. Escritos varios C2-13; y en discurso de respuesta al homenaje de la Casa de Cultura Ecuatoriana (26 de abril, 1994), Mec. Escritos varios C4-36. Nótese, además que partes de este discurso fueron también dichas en ocasión de la Condecoración Parlamentaria que recibió en 1997 (ver página 87 de este Tomo).