Volver Principal
Yolanda Bedregal
OBRA - NARRATIVA - CUENTOS

 

 

ESCRITO

BUENAS NOCHES ÁGATA

Después de un día pálido, como son los días pueblerinos, cerré la ventana del pequeño cuarto. Flotaba aún el olor nostálgico de papeles y recuerdos que estuve quemando en el brasero. Un pedazo de atardecer humoso estaba encajonado en las paredes encaladas. Era un sábado, de esos que no parecen tener lunes. Podía ahora dedicarme a mi humilde alegría: platicar en silencio con mi único tesoro, el icono de mis abuelos. Rígido manto azul se abría de la cabeza hasta el rojo sayal indígena. Las manitas sobre el pecho sostenían una apenas perceptible paloma y un niño diminuto...... También yo tuve un hijito. No vive, murió en el hospital. Su padre, ¿dónde estará? Era un ser triste y gris como el paisaje en que nos conocimos. ¿Me amaba? Tal vez. Nos acercamos como dos matas que se juntan solitarias en la pampa. ¡Cómo puede haber seres tan desesperados como estabamos él y yo! Nuestra historia fue dulce, amarga y breve. Lo pequeño acumulado se hizo capítulo trunco, trozos de ruinas que hablan, prometen de lo que fue y no podrá ser jamás; se duermen en el futuro de un recuerdo.

Iba a contar lo que pasó aquel anochecer, mientras charlaba con la Madona de Naranjo, diciéndome que todo se parece a esa imagen. Nada había en el mundo que no fuera como ella. Tierra, carne o espíritu: material noble, obra de Dios, de la Naturaleza o de los hombres. Intuía que todo tiene un límite en el espacio o en el tiempo, circundado por una línea que, sinuosa o lisa, acaba por cerrarse sobre sí misma. Este contorno hace el roce con lo interminable, eterno. Las fibras al destruirse se encadenan con lo infinito. Cuando ya la madera fuere polvo, también mis ojos estarían transformados en otra substancia capaz de contemplarlo, y un misterioso lazo, apenas recordable, nos volvería a unir en otra esfera.

Sintiendo así, oraba pasando un rosario sin perlas por la mente. Encendí una vela y dejé, como dos ásperas flores de cactus, mis manos sobre la mesa. Mis manos tienen un raro privilegio. De ordinario largas, nerviosas, huesudas, el amor las transfigura; las venas se ensumen lentamente como ríos en arena, la piel se entibia como palma al sol; las uñas se esmerilan como marino nácar; los dedos se olvidan de la aguja y el carbón. Entonces mis manos se salen de las mangas, se aíslan como cortadas sin sangre. Tienen por sí solas una vida diferente. No me pertenecen ya; no podría siquiera levantarlas. Las contemplo en su abandono......

Vuelvo a lo de aquella tarde. La lengua de la vela balbuceaba un idioma secreto que hacía estremecer levemente las cosas. Las paredes se retiraban, temblaba la mesa que la sombra desdoblaba. El icono se inclinaba hasta mi falda o se huía por la ventana entornada.

De pronto, sin llamada, se abre la puerta. Calla la vela, las sombras se agazapan. Entra un hombre, uno como cualquiera con su yo invisible, inexpugnable y su traje encubridor. Como todos los hombres, ¿sabe acaso lo que es ni lo que quiere? Los años le han adherido máscara de minutos frustrados, la sociedad le ha impuesto ropa y actitudes traicioneras; marbetes en la solapa. Si no necesitara documentos que lo identifiquen, sería inconfundible. El tener pasaporte, carnet de identidad, recibo de alquileres, comprobantes de impuesto, portamonedas, llaves hace igual a todos, aunque la Policía afirme lo contrario.

Como si la penumbra lo hubiera lavado de artificios y fuera otra vez el mismo, el peregrino me mira con ojos eternos y, con voz sin fecha, definitiva y limpia dice: - Buenas noches, Ágata.

Ágata...... ¿quién se lo dijo? Cuando iba a tener un hijo, si nacía mujer, la hubiera llamado Ágata. Pero nadie lo sabía. ¿Por qué se le ocurrió llamarme así? Mi nombre es tan distinto.

Serena, desde mi asiento respondo: - Buenas noches -.

En otra ocasión, quizá sobresaltada, le hubiera preguntado quién era, a qué venía, qué buscaba; esas inquisitivas frases gastadas con que hacemos más extraños a los desconocidos. Pero después de ese saludo todo me era natural. Mi vida descolorida, ajena a todos, era tal vez como la suya. ¿Qué tenemos que averiguar de un ser humano si con cada palabra superficial ahondamos los abismos? Se llega a la tierra, se sufre, se ama, se lucha, se espera. ¿Y qué? Todos igual. Pudo él haberme dicho – Me llamo Cristóbal, soy carpintero, vengo a ofrecer este marco -. En el fondo sería tan mentira como cualquier otra explicación.

Quizá andaba sólo, lleno de ansiedad o de cansancio, vio luz en la rendija, sintió deseo de entrar en el primer vano, sentarse en el primer sillón desocupado y dar su presencia impersonal así como se mira el mar o el altiplano, como se llora sin motivo, así nomás, porque sí. Tenemos tantos ímpetus sofocados por la cobardía. También los tuve yo, simples, generosos, humanos: abrazar al chico andrajoso que juega en el barrio, besar la frente del mendigo ciego, cuidar los niños de la vecina. Otros absurdos deseos, pero limpios: que un pajarito viniera a posarse en mi hombro; que se acostara conmigo un desconocido como un amante de toda la vida y me dejara dormir sobre su almohada sin angustia, sin deseo, sin prisa. Tantos anhelos que no se cumplieron, velados por cercos de desconfianza.

Y bien. El visitante detuvo el aire de la calle con su cuerpo. Cerró tras sí la hoja desvencijada y, sin el inútil permiso, se sentó al pie del catre con su silencio y su invisible fardo. Descansó su cabeza en la cruz de sus antebrazos apoyados en el barrote.

No quise mirarlo para no desdibujar la breve eternidad de esa escultura humana.
Regresaron mis manos a incorporarse en mí. De lejos acaricié el arco de su espalda. Cuando levantó la cabeza, pregunté si podría ofrecerle mi café. Negó con un ademán. Luego, sin romper su unidad íntima, sacó un cigarrillo; despacioso lo iba dando vueltas entre los dedos. No tienen lumbre – pensé – señalándole el rincón de cocinar. Sin vacilar avanzó hasta la repisa, el preciso lugar de las cerillas.

Una estrella fugitiva brilló en el hueco de sus manos. Al tenue resplandor se iluminó el icono. Sobre él convergía este minuto sin tiempo.

El hombre fumó, primero con avidez y luego con la lentitud solemne que ponemos en los gestos definitivos. Después sentí el leve crujido de un papel deplegándose. Yo no quería romper con la mirada la atmósfera que había creado el desconocido, pero adiviné que arrugaba una carta y la escondía. Respiró largamente, se levantó y otra vez dijo: - Buenas moches Ágata -.

Al dejar él la habitación, una ráfaga inclinó la lengua de la vela. No ha pasado nada. Un hombre entró en mi cuarto. Fumó un cigarrillo, leyó una carta y se marchó sin pedir nada. Me ha dado lo que ignora. Algo inefable ha quedado alrededor de su ausencia.

Esta visita inusitada ha sido una bendición. Ahora sé que puede haber alguien en el mundo que llegue sin llamar, que esté sin haberse ido y que al partir me diga:

- Buenas noches, Ágata......