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Yolanda Bedregal
BIOGRAFIA - ARTISTA Y MADRE

Madre, ¡madre amada! estoy frente a la computadora. Créeme que sin la “complicadora”, como la llamabas tú, no habría sido posible reunir en 4 años toda tu vida de papel; la de sangre, hueso y espíritu está en mi corazón y por ella quiero bendecirte y darte gracias.

El 21 de mayo del 99 te devolvimos a Dios, 51 años después y a la misma hora en que “en ceremonia estelar en tu limitado cielo” los entonces muchachos de Gesta Bárbara, muchos de los cuales estarán contigo y los otros son abuelos y hasta bisabuelos, “como los once cisnes de Andersen, ponían junto a tu nombre bautismal la palabra Bolivia, que rebasa toda voz”.

Todavía me cuesta no llorar cuando te nombro, pero lo logro poco a poco. Me pregunto cómo hacías tú para dominarte, para no llorar, para ser tan fuerte y a la vez tan dulce. Lo sé, eras de una estirpe de mujeres fuertes, lo dices ya de tu bisabuela, que era “dulce pero de varonil carácter”. Cuidaste devotamente en su agonía a la madre de mi padre y cuentas cómo su abuela se apoyaba en tu brazo “racimo de uvas pasas / de viñedos bíblicos / madurados en el Rin / escarnecidos en exilios. / ¿Qué se yo de esos granos / colgados en mi brazo?”. Cuando ella murió, tú y ella, en íntima comunión, en la soledad de la noche la tendiste en el piso y honraste su muerte cumpliendo con los ritos judíos como a ella le hubiera gustado.

Tus cinco hermanos partieron antes que tú y tuviste que enterrarlos. Cuando murió mi padre, poco antes de Navidad, estabas golpeada, agotada, pero tenías la fortaleza de seguir poniendo miel en nuestra vida. Las chicas, mis hijas, debían tener una Noche Buena con el abuelo en el cielo; la vida seguía, y tú dominando la hasta entonces acostumbrada premura por llegar a la casa a atender al esposo que tanto necesitaba de ti. Toda la vida lo consolaste de las penas antiguas que eran como cicatrices en su alma; los padres que le daban todo, menos la libertad de ser poeta, el campo de concentración, el exilio… y tú, la fuerte, la consoladora, con tu metro y medio de estatura y tus 40 kilos, llevabas valiente el peso de un destino, poniendo en él flores y aromas. El Amor todo lo puede y ¡cómo te amaba! ¡cómo se amaban! Consolabas al padre, a nosotros en las penas chicas y grandes, a Doña María, la empleada, que te contaba cada mañana sus pesares y los de su familia; a Lupita, que junto a la de su madre tiene la foto tuya porque eres su madre espiritual.

Consolabas y consolabas y quizá así te consolabas tú misma de las penas que no te faltaron, pero que tú veías como el reverso de la medalla de las alegrías y nada más. Gracias a la vida, que me ha dado tanto solías repetir, con Violeta, sin cesar al final de tu vida. Y ciertamente te dio dicha y sufrimientos, que tú amasabas haciendo el pan de cada día que es alimento y sustento.

Muchas y las más diversas personas podrían contar de ti; la dulcera de la esquina que se llegó llorando a tu velorio porque nadie más oiría sus penas; el tata que te traía a vender topos, antiguallas y aguayos se referiría a las charlas que entre aymara y castellano sostenían tomando los dos café en tu escritorio; los chicos de los colegios que te invitaban a hablar sobre literatura o sobre tu obra.

Nunca te negaste a acudir donde creías que algo podías dar. Eras generosa sin retaceos; las cosas son lo de menos, pero dabas tu tiempo, tu voluntad y tu saber. No te negabas a escribir prólogos, comentarios y presentaciones, ni a asistir a actos culturales y, muchas veces, inaugurarlos; sentías la necesidad de ser solidaria y apoyar al otro en el difícil trance de vivir, con esa disponibilidad tan tuya de ver lo bueno que hay en todos y en todo.

Eras leal con tus amigos aun después de ellos muertos. Te vestiste de luto por tío Guido, por tío Alfredo, tía Queca, por el tío Wálter, la tía Alicia…, tíos todos de cariño que enriquecieron nuestras vidas porque tú los hiciste parte nuestra. Me puse luto por ti, madre mía, hasta el día en que nació Valeria, mi primera nieta que tú no conociste, o sí la conociste en el cielo, cuando “se columpiaba en las barbas del Señor”, como dices en tu Cántaro del Angelito. También se columpiaban Ariel y Abigail Yolanda, los hijos de Natalia que son nuestra bendición, y Yolanda, la hija menor de Juan, de cuatro años que es hermosa e inteligente y recita largos versos tuyos.

Te conocía mucha gente, “doña Yolita” te decían, ¿sería por tu tamaño o porque dabas la impresión de ser una chica tímida?

Y esa “doña Yolita”, tan leal a sus principios y tolerante con los ajenos, era firme y estaba siempre presta a abogar por los que más necesitaban, firmar manifiestos contra la falta de libertad o de justicia, para defender los derechos humanos.

Pero no eras perfecta, madre, ¡menos mal! Eras ingenua. Creo que en algunas cosas te costaba poner un límite en el respeto y la tolerancia. No tuviste el valor de destruir las plantas de marihuana que había en la casa. Te costaba decir “no”, y tu argumento de que si el otro mentía, no era tu pecado, te costó una que otra decepción. Cuando revisé tus cajones -llevabas años muerta- quemé recibos por pocas y no tan pocas montas. A veces, te brindabas a ayudar espontáneamente arriesgando la crítica de acudir sin ser llamada; llegabas al punto de ofrecerte a planchar, limpiar, zurcir medias, incluso ibas a cortar las uñas a la vieja Anita y a la mamá de una amiga.

Así eras, madre, no eras perfecta, quizá te entregaste más de lo necesario y usaste tu tiempo para otros en lugar de revisar tu obra. Pero no te preocupes, se ha podido resarcir todo lo que en la literatura pudiste haber hecho y dejaste de lado, porque aparecieron Lilian, Mariana, editores, transcriptores, correctores que han rescatado lo que escribiste para que quede sellado más allá de tu vida y de la mía. Te hubiera encantado Lilian; linda, discreta, inteligente, prudente, respetuosa, revisando tu obra en tu mesa de trabajo. Mariana sabe de ti tanto o más que nosotros, te quiere sin conocerte, conoce lo que escribiste, las fotos, tus actividades, tus gustos, y es chiquita y finita como tú.

Sobre tu obra escribieron estudiosos y académicos; en las obras completas analizaron Ana Rebeca, tu narrativa; Mónica, la Poesía; y Viqui rescató todo lo disperso bajo el título de Ensayo.

Yo, madre, aquí y ahora, sólo quiero declararte mi amor y mi gratitud. No te amo por tu obra, sino por tu vida en la que no faltó la gota de poesía que vertía de su cántaro el ángel con su túnica de tul que era azul.

Te recuerdo echada de bruces sobre el linoleum volcado en el cuarto de Juanito, armando con él trenes y trazando con tiza mapas que un día dibujaron su mundo mágico de artista, ustedes encumbraban voladores en días de viento y jugaban con bolitas de tijchar. Me veo delante de la ventana, tus manos hábiles y creadoras peinando mis cabellos con rulos y cintas, contándome cuentos, leyéndome libros, curando mis muñecas rotas, haciéndonos french toasts los domingos. Por las noches en el patio dábamos nombres a la luna, la invitábamos a seguirnos o detenerse con nosotros; ya adivinábamos la maravilla de los astros y la unidad del Todo.

Creo que no hubo circunstancia ni momento en que no compartieras el asombro, la alegría, nuestras penas infantiles. Verdad que tenías mucha ayuda de papá, “él es una gran madre”, decía Juan, es cierto; él nos llevaba de paseo, a clases de piano, nos ayudaba en las tareas escolares. ¡Ustedes eran una excelente dupla!

Yo sabía de chica, y lo disfrutaba de adolescente, que tú eras persona “importante”; que escribías libros, artículos, dabas conferencias, clases, asistías a congresos; (creo que hacías magia, ¿de dónde sacabas el tiempo?) pero jamás sentí que todo eso era para ti más importante que nosotros. También mi padre escribía, daba clases, tocaba piano, trabajaba en cultura y, sin embargo, para nosotros eran papá y mamá como el mejor título del mundo.

Nuestra familia no era como la de los chicos de mi curso y a veces me hubiera gustado que sí lo fuera. La mamá de un amigo dijo que los aguayos, topos, paredes de arpillera, etc. estaban bien para casa de gringo; que en su casa parecerían de presterío. Sí, crecimos rodeados de tejidos y artesanías: veo las fotos de niña y estoy con una montera, como tú cuando te proclamaron Yolanda de Bolivia. Vestida de cholita me llevaba mi papá al correo, a mí me encantaba porque sentía su halo protector. De niña me habría gustado tener muebles FAMA como mis primas, pero mi juego de dormitorio era tallado y recuerdo tapar con una pandereta la cara de Cristo del respaldar de la cama porque me producía terror. Recuerdo también una cierta nostalgia por la familia chica, íntima, sin primos ni tíos trajinando constantemente por la casa. Vivíamos en el segundo piso, ¿te acuerdas? Abajo la abuelita, sus hijos y nietos entraban y salían, y si bien éramos felices en k´umunta, me habría gustado tener mayor privacidad. Hoy te agradezco y me alegro de esa convivencia. Así nos enseñaron que nada hay de malo en ser diferentes; a aceptar a los otros con profundo respeto que es fundamento de toda tolerancia. De hecho éramos una mezcla que asumimos bien, gracias a una educación consciente y reflexiva.

¡Tengo tanto por qué agradecerte, madre! Llegaron momentos de partir. Primero a estudiar, luego a vivir fuera por el trabajo de Rafael y siempre nos despediste con tu bendición y tu alegría. No sentía que los abandonábamos, partir no era morir un poco, era buscar caminos y ampliar el horizonte.

Donde estuviéramos, tú y mi padre nos hicieron siempre una visita pastoral; sólo eso, una visita. “La casa de los padres es siempre casa de los hijos; la de los hijos, no es nunca de los padres” decía mi papá. En la intensidad de esas visitas recuperábamos el tiempo de la ausencia y nos llenábamos del amor y la paz que ustedes –cómo, no lo sé– tenían el don de transmitirnos. Les agradezco.

De pronto dejé de ser sólo hija, también era madre. Creció mi admiración por ti al darme cuenta del enorme desafío que es tratar de ser apto para la tarea más importante de la vida: educar. Tú me ayudaste. Compensabas mi impaciencia de mujer joven con dulzura y sabiduría; mi rigidez con dúctil comprensión; mi falta de tiempo, entregándote a mis hijas como si el tiempo no existiera y te lo tomabas para jugar convento, peluquería, tienda de esto, el otro y lo de más allá. Te asignaban los roles menores, eras la portera, la Satuca o la Sabina, te dejabas poner ruleros y pintar, cosa que tú nunca hacías en la vida diaria; las chicas te sacaban telas, pañuelos, adornos, libros para poner a la venta de imaginarios compradores. Tú jugabas, disfrutabas o por lo menos eso creíamos ellas y yo.

Te llegó el momento de la soledad; murió mi padre, los hijos partimos y, en verdad, nunca estuviste sola. Tenías tus pasiones, jamás dejaste tu propia vida, la viviste a plenitud, escribías, leías, tomabas café y fumabas, y el rato de recibirnos estabas siempre con los brazos abiertos, los ojos brillantes y la bendición en los labios. Igual que en los últimos años cuando Juan venía a mi casa a visitarte cada día y para ti salía el sol al solo verlo.

Pocos años antes de tu muerte estuviste un largo tiempo con nosotros en Quito. Recuerdo a Iván Rodrigo rodando el video Salmodia. “Gozo con mis ojos, veo el paisaje, el cielo, te veo a ti”, decías y nunca perdiste esa inagotable capacidad de gozar, amar y disfrutar la vida plenamente; con los ojos, con las manos, amasando o moldeando la arcilla; recordando siempre lo bueno y feliz y olvidando los sinsabores.

Teníamos un confesionario, ¿lo recuerdas? verde y rodante: Mi auto. Desde siempre podía hablar contigo de todo, hacerte cualquier confidencia, contarte lo que fuera; tenías la capacidad de escuchar y comprender; nunca juzgar. Tu mente clara y tu sabio corazón tenían siempre la palabra justa o el silencio urgente que mitigaban penas y solucionaban problemas.

Sor Lucía Martín, en la tesis que hizo sobre tu obra, dice que Dios está presente transversalmente en todo cuanto escribiste. Ella lo dice a partir de tus textos; yo, de tu vida. Predicabas que cada uno de nosotros, en su propio quehacer, es un humilde ayudante de Dios sobre la tierra.

Mujer fuerte, serena, respetuosa, feliz, mujer bíblica puede sólo ser quien vive la fe y la confianza como tú. Así pudiste sobrellevar penas, angustias, sufrimientos, desilusiones, pérdidas, con la humildad del creyente que sabe que cuando oscurece LO necesita mucho. Pero quiero ser justa. Dios “a quien amas aunque no ves” fue generoso contigo, tenías una buena naturaleza y una excelente salud, nunca te oí quejarte de cansancio. Recuerdo haberte visto enferma unas dos veces, obligada a guardar cama y empezar de nuevo. Y la última, entraste a “iluminar la clínica”, como dijo el doctor Eguía, hasta morir en mis brazos, ¡Madre! La unidad de terapia intensiva que habíamos llenado de fotos y dibujos para acompañarte, lleva tu nombre: “Yolanda Bedregal de Conitzer”. Aun allí parecías tú estar siempre feliz. Nos decías que te dieron helado de vainilla, cuando en realidad era un medicamento con sabor artificial. “Qué linda su corbata, doctor” le comentabas al médico. Tú diciendo siempre la palabra afectuosa para hacer más grata la vida de todos.

“Cuando me muera voy a seguir viviendo. No te voy a dejar, ni me vas a perder” me escribiste en una carta que encontré en tu Diario.

Gracias por acompañarme, por guiarme, por nunca dejarme, Madre.